jueves, agosto 21, 2008

LIBROS


El viejo era un gran lector pero más que eso, un obsesivo comprador de libros. No había día en que no pasara por alguna de las mal llamadas ferias del libro que proliferaban en su ciudad para conseguir aquellos fetiches de pasta dura difícilmente reeditables que por su antigüedad daban la impresión de ser originales.

Cuando a fin de mes recibía su cheque, no lo gastaba en alcohol, menos en cigarros, hijos (a Dios gracias, no se reprodujo); no tenía amigos, ni esposa que lo jodieran, sus padres habían fallecido cuando él era joven (otro regalo divino), dedicaba su vida exclusivamente a su mayor placer: Los libros.

Intentando sacar un libro, en lo más alto de tu estante, perdiste el equilibrio, te aferraste en vano, sentiste cómo todos tus fieles amantes caían aniquilándote. Sus pastas te partían el cráneo, sus hojas te cortaban las mejillas, los ojos, los labios, la madera te aplastaba. Los demás estantes, caían encima de éste, te asfixiabas, no podías pedir ayuda, estabas solo, tu único regocijo era el haber muerto aplastado por el arte.

Lastima que solo fuera un sueño.

En el cuarto donde vivía no había ni televisión ni computadora, solo lo mínimo para comer (sin que se malograra porque carecía de refrigeradora) y una radio chanchito donde escuchaba música clásica, comprada también donde sus libros. El lugar era adornando con cuatro paredes infestadas de estantes hasta el techo, copados de libros de pasta gruesa y todas las colecciones auspiciadas por los diarios capitalinos.

Caminaba por una calle llena de libros, quienes le hacían muecas lascivas. Se abrían y le mostraban sus frases subrayables, él no sabía cual elegir, no se dejaban oler, primero debía pedirlos prestados, mientras miraba a otros amantes encamados, delirando con orgasmos de sapiencia.

Despertó, y recordó que odiaba las bibliotecas.

Adoraba poseerlos. Saber que allí, en su biblioteca personal, estarían para siempre. Por eso aborrecía las bibliotecas públicas, donde aparte de tratarlo mal, los libros no le pertenecían, eran prestados, agarrados por otras manos, las cuales no iban a adorarlos como él; aquellas que ignoran el placer de abrir un libro nuevo por la mitad y oler cada una de sus hojas; desconocen el sentimiento de perderse en el tiempo con la mirada pegada frente a un estante y apreciar los colores que irradian las pastas; no imaginan lo que es ser convocado por un libro, porque uno no puede elegirlos, son ellos quienes llaman, si agarras cualquiera y no lo terminas, no es porque esté aburrido, es porque el libro no quiere ser leído aún, debes esperar un tiempo, y va a llamarte, solo se debe ser paciente.

Se sentaba frente a ellos y recordaba sus años como profesor de secundarias estatales, donde imponían a un adolescente a leer el Quijote a los catorce, memorizar la estirpe Buendía a los quince y descender a los infiernos a los dieciséis. El viejo, que no era tan viejo en su memoria, sufría más que sus alumnos, porque sabía que no eran los chicos quienes no querían leer, sino que los libros no se dejaban.

La literatura es un goce en el cual pocos deben regocijarse, ya que te libera, te sensibiliza y hasta en algunos casos te vuelve loco.

Al levantarse, no desayunaba, iba directo donde sus estantes y contaba los libros. Acariciaba sus pastas y elegía uno para respirar en su interior; luego jalaba una silla y sonreía mirándolos hasta que el sol de media mañana anunciaba que debía cambiarse para salir en busca de más.

De esta manera iniciaron sus últimos meses: Comprando nuevos libros que iba atiborrando en sus estantes, mientras esperaba su respectiva señal, y desapareciendo su escaso dinero.

La senilidad lo estaba carcomiendo, sin embargo había completado casi todas sus colecciones. El problema era que su pensión de cesante ya no le alcanzaba ni para pagar las cuentas, menos un menú simple, estaba solo; y lamentablemente no había pensado en su futuro. Fue así como tomó la triste decisión de vender su único tesoro. Día tras día malbarataba sus libros a universitarios en busca de obras viejas, buenas y baratas. Llegó a regalar algunos para que sus clientes regresaran.

Al abrir los ojos, su corazón aún latía.

El único inconveniente era que la pesadilla, era real.

Lo primero en desaparecer fue su radio chanchito, junto a su colección original de música clásica. Luego sus ternos, zapatos y sombreros; para comenzar a quedarse sin muebles, incluyendo su catre con colchón, frazadas y almohadas. Los únicos en salvarse fueron los estantes, y una silla que al poco tiempo también se esfumó. Esto derivaría en su pesadilla.

En un principio, únicamente vendía los libros repetidos, quedándose con el mejor de ellos. Solo que a la hora de recibir el dinero, lo gastaba comprando más, o sino recuperándolos a mayor precio, en vez de conseguir alimentos, medicinas y cancelar los recibos atrasados. Su existencia fenecía entre el piso y madera vieja con libros de segunda mano.

De manera paulatina, sus estantes fueron desocupándose como la existencia del viejo esquelético carcomido por la artritis que se sentaba días enteros frente a sus libros, esperando, ya no su llamado, sino que alguien tocase su puerta para saquearle la vida a cambio de lo que ellos pensaban podía otorgársela.

Que por qué se debe leer, cómo que por qué se debe leer. No lo sé. Sinceramente, no me gusta leer, me gustan los libros, que es muy diferente, específicamente de literatura, tenerlos, acariciarlos, mirarlos, sonreír y que ellos me vean. Son como mis hijos. Los cuido, los limpio, no dejo que nadie los toque, los beso, les hablo, los escucho. Sobre todo eso, los escucho, aunque últimamente ellos ya no quieren hablarme, hace un tiempo que no lo hacen. Deben de estar molestos conmigo, pero qué les he hecho, no podría vivir sin ellos. No necesito comer, ni dormir, ni curarme, no necesito nada más que ellos. No se enojen conmigo porque no soy inmortal como ustedes.

En la mañana, cuando habían traído a la policía para desalojarlo, lo encontraron frío y mosqueándose con un libro de Sábato abierto de par en par sobre su pecho. Aquel fue el final del viejo. Tieso en el piso frente a sus estantes y sus únicos acompañantes de un cuarto totalmente vacío.

Al no tener parientes cercanos, y como su riqueza se basaba en libros, no tuvieron mejor idea que mandarlos a la biblioteca municipal. Donde fueron rayados, las páginas arrancadas, tirados al piso por casualidad, estornudados, violados por fotocopiadoras pero principalmente, ya nadie escuchaba sus llamados.